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vendredi, 25 juin 2010

Pasión digital

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phot Sara

 

Por Antonio Zamora

 

Algo en él no le perdonaba que la hubiese abandonado. Hacía ya más de dos semanas desde que don José María Peña, vecino de Miranda del Duero, solterón y curtido profesor de Matemáticas en el instituto local, decidiera no volver a encontrarse más con Lucinda, la joven enfermera quince años más joven de la que la primavera anterior creía haberse enamorado.

Entonces, mientras ella le curaba amorosamente aquella inoportuna fístula anal, el maduro profesor había llegado a la conclusión de que no había otra mujer igual. Y tras un mes de asedio y ofrendas de rosas rojas, la chica se había rendido finalmente a sus pretensiones. A una inaugural salida al cine vestido de domingo siguieron varias cenas almibaradas que culminaron en el primero de los encuentros en casa de él. Y estos se acabaron haciendo tan frecuentes e intensos que el profesor no dudó en invitar a su amada a unas cortas vacaciones de verano en Torrevieja.

Hasta que don José María no aguantó más. Sentía que aquella relación le desasosegaba, que le alteraba de manera intolerable sus rutinas. Ya era bastante grave que hubiese empezado a incumplir compromisos hasta entonces sagrados para él, como el paseo matinal de las siete, su siesta de las cuatro y media o el dominó de las seis. Además, Lucinda desordenaba su habitación, le escondía los gemelos, se bebía su vino, reía sin parar. ¡Y toda aquella palabrería sentimental! Pero sobre todo... Sobre todo, resultaba desconcertantemente impúdica en la intimidad.

Y la abandonó. Sin explicaciones. Simplemente dejó de contestar a sus llamadas.

Pero algo en él no podía entenderlo, y mucho menos perdonarle. Era su dedo corazón, el de la mano izquierda. No aceptaba su decisión. Se negaba a renunciar a Lucinda, la única mujer que le había hecho realmente feliz. En su presencia, el dedo sentimental se había sentido renacer. Ella le había permitido conocer la pasión, el juego amoroso, la maravilla de ser deseado. Por primera vez en su vida tenía una misión y un cuerpo en el que cumplirla. Añoraba desesperadamente aquellos encuentros con la alegre muchacha, sus suaves deslizamientos por los tiernos labios, sus incursiones en espiral hasta lo más alto de aquellos generosos senos. Añoraba, sobre todo, la húmeda calidez de su sexo. Se aproximaba siempre muy despacio desde la leve trinchera del ombligo y, una vez en el rizoso bosquecillo, dibujaba un lento círculo de reconocimiento. Entonces se lanzaba alegremente a la exploración de aquellos pliegues, tan salvajes y dóciles a la vez, que recorría primero con marcada curiosidad y a continuación con creciente frenesí. Hasta que acababa emergiendo gloriosamente empapado y exhausto.

Cómo añoraba eso.

Y el dedo se deprimió. Se fue encorvando poco a poco, de forma casi imperceptible. Dejó de responder a su legítimo dueño. Don José María comenzó a advertir la inconveniencia en actos tan cotidianos como rascarse la nariz o como borrar la pizarra en clase. La segunda vez que se le cayó el borrador al suelo, se sonrojó vivamente y tuvo que apoyarse unos segundos en su mesa para no perder el equilibrio. Desde entonces ordenaba limpiar la pizarra al alumno más cercano. El dedo sólo abandonaba su letargo cuando su propietario, ahora tirano, pasaba cerca del hospital. Adivinaba entonces la proximidad de ella y comenzaba a temblar y a dar nerviosos saltitos dentro del bolsillo del pantalón, donde pasaba cada vez más tiempo recluido. Eso desasosegaba muchísimo a don José María, que apresuraba el paso con gesto desencajado. Pero la del dedo era una euforia pasajera, a la que invariablemente seguía un estado depresivo aún más pronunciado que el anterior. Su melancolía era tan extrema que el resto de dedos de la mano empezaba a entristecerse también. Y don José María, avergonzado, empezó a rehuir a sus semejantes y hasta dejó de acudir a la partida de dominó de todas las tardes, temeroso de ser descubierto.

Una mañana, durante el paseo diario, aprovechando un leve resbalón del profesor sobre una hoja otoñal, el dedo deprimido quiso acabar con todo. Se lanzó en picado hacia el suelo, arrastrando al resto del cuerpo en su suicida determinación. Intentó clavarse hasta el fondo, pero la solidez del pavimento se lo impidió con notable dolor para el sobresaltado docente. Maltrecho, se incorporó con dificultad y examinó su mano. Advirtió con los ojos muy abiertos que el dedo kamikaze, dislocado, se obstinaba en señalar no sabía qué punto lateral al que él ni siquiera se atrevió a mirar. Pensó que había que actuar con rapidez, antes de que sus compañeros se contagiasen de su locura de amor y decidiesen abandonar ellos también el orden establecido. Lo aferró con la mano leal y tiró con fuerza de él hasta devolverlo a la rectitud. Según pudo observar, la expeditiva muestra de autoridad hizo comprender a los otros dedos, de pronto más dóciles, las virtudes de la obediencia. Pero muy pronto tuvo que ver también cómo una ira feroz se adueñaba del apéndice sentimental, que crecía y crecía incontenible. A punto de estallar, adquirió un tono azulado que don José María identificó con el de la más descabellada utopía.

Se vio obligado a aprisionarlo de inmediato en una rígida camisa de fuerza, con el propósito de mantenerlo en ella hasta que depusiera su insensata actitud. Ahora, al menos, reflexionaba don José María, su insolencia estaba oculta a las miradas de los demás. Pero no podía evitar sentir, cada vez que contemplaba su mano, que el dedo enamorado se vengaba de él con la más obscena de las burlas.

Antonio Zamora

 

dimanche, 20 juin 2010

La canción del zorro y el cuervo

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photo Sara

 

 

Zorro viejo huele rosa

delicada, dulce, tierna.

Zorro viejo huele rosa

y la busca y la desea.


Cuervo joven tiene rosa

en su rama solitaria.

Cuervo joven tiene rosa

en su pico y en su alma.

 

“Joven cuervo, ¡eres tan bello,

tan perfecto, tan sensible...!

¿No podrías cantarme aquello

que tus dulces ojos dicen?”

 

Cuervo joven se emociona,

va a iniciar ya su graznido.

Cae la rosa de su boca,

cae la rosa en un suspiro.

 

Una espina en el hocico

del zorro viene a clavarse.

Un aullido dolorido,

¡una carrera salvaje!


Cuervo joven, apenado.

Zorro viejo, escaldado.

La rosa yace en el barro...

y este canto se ha acabado.

 

Antonio Zamora

 

vendredi, 20 novembre 2009

L’eau de vie de pomme (et les archives d’AlmaSoror)

 

 

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Photo de Sara


 

Sais-tu que je bois de l’eau de vie, le soir, en dégustant mes bons fruits cuits, en écoutant le piano tendre de Ludovico Einaudi, mp3 volés à ma soeur un jour où je squattais son ordinateur, et sais-tu que je repense aux amitiés blessées, brisées, et aux rêves que je faisais lorsque j’avais quinze ans ? Et le piano accompagne ces moments lents et beaux et le feu crépite dans la vieille cheminée du vieil appartement du 13. Et la voix de mon frère dans ma mémoire, et le rire de ma soeur dans ma mémoire, et la présence-tension de mon père dans ma mémoire flottent autour de moi alors que leurs corps et leurs coeurs vivent leurs vies dans leurs villes. 


Et le caméscope filme : car je succombe aux règles de l’art individualiste qui ne chante plus son Dieu, mais son image dans le miroir. J’installe la caméra et je dîne aux chandelles, seule avec le film que je suis en train de faire et qui dévoilera ce que fut une vie anodine, esthétisée par goût et par nécessité. 


Et la musique se balance, nostalgique, tandis que mon regard intérieur remonte le temps, traverse ces années écoulées, retourne au Pérou, à la Casa Elena. Souvenir de visages et de voix si éloignées de ceux qu’on trouve par ici. 

Quelquefois j’ai l’impression que la vraie solitude, la plus belle, la plus pure, la plus déroutante, la plus dangeureuse, est une invention européenne. Une des grandes découvertes qui ont détruit et construit le monde.


C’est au creux de cette drôle de solitude, frustration créatrice en mouvement insaisissable, que sont nées certaines photos et certains textes qu’AlmaSoror a publiés, depuis sa naissance en septembre de l’an 2006.


Et je voudrais me ressouvenirs des jours où je reçus, dans mon électro-boite aux lettres, ces textes qui firent le miel d’AlmaSoror et qui demeurent ses fondations. 

Il y eut l'épiphanie d'Esther Mar : sa quête d'intemporel. 
Il y eut ce mail, pas si vieux, de Katharina FB, que nous traduisimes, Kyra et édith, pour le rendre lisible ici. Ce mail qui parlait d'Anne-Pierre Lallande, l'ami parti.
Il y eut l'énervement de Nadège Steene, après un apéro chez ses voisins...
Le mélange de littératures sur les Italiennes, de Sara, court encore.
Le tout premier numéro d'AlmaSoror, celui qui sortit le 20 septembre 2006, contenait un hommage à Alan Turing, l'assassiné.
Laurent Moonens s'essayait aux "articles vidéo" pour la première fois en nous expliquant pourquoi on ne peut pas réaliser une carte géographique parfaite.
AlmaSoror a publié la première interview au monde de Fredy Ortiz, le chanteur du groupe péruvien Uchpa, en langue quechua. La traduction en espagnol est disponible pour d'éventuels non quechuaphones parmi les visiteurs d'AlmaSoror. 
Un SOS virtuel qui n'avait jamais trouvé de réponse a trouvé, au moins, une oreille ici.
Les manuels scolaires français n'éprouvent pas le besoin de la commémorer, cette journée. Pourquoi ? Cette photo pose la question.
Et merci aux deux Black Agnes de hanter le monde et les cerveaux des enfants noyés dans les corps des grands.
Terminons ce voyage avec une porte sur le grand voyage que pourrait être, pour toi, la lecture de Guerre et Paix.

 

jeudi, 29 octobre 2009

Chez elles (et les archives d’AlmaSoror)

 

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Photo Sara

 

 

j’y passe des après-midi face à un ordinateur qui vieillit et travaille tout seul à graver des DVD pendant que je lis le livre de la bibliothèque de leur salon, The Story of Film, de Mark Cousins, et que je n’écoute pas Cult, d’Apocalyptica parce que le disque a fini de tourner depuis longtemps et que je n’ai pas le courage d’aller le remettre. Mais surtout je vois par la fenêtre, et cela, c’est si rare dans ma vie. Voir de haut un boulevard sur lequel des voitures et des gens passent, sans cesse, sans arrêt. 

D’habitude, du fond d’une cour, je dois réinventer l’extérieur qui me fait cruellement défaut et j’imagine des paysages. Là, j’ai un paysage urbain sous les yeux, dès que je les lève du livre. 

Rassasiée par cette journée je rentre chez moi (la cour à traverser !) et je me souviens de quand AlmaSoror, ancien journal mensuel, est devenu blog. Il y eut les premiers posts. Les anciens contributeurs ont voulu continuer, d’autres sont arrivés. Il y eu tous les anciens articles de l’ancien AlmaSoror à republier sur ce blog. Les mélanges de littératures de Sara, les mathématiques de Laurent Moonens, les espagnoleries d’Antonio Zamora, tous les fragments et les hommages que nous avions rédigés, et tant d’autres articles encore. Il fallait des photographies pour illustrer ce blog, que nous avions voulu plus visuel que l’ancien AlmaSoror, et Sara nous a laissé péché dans son stock. 

Mais parmi les fleurs, il faut savoir que l’amour est le plus triste ICI avec Carson McCullers. Que l’échec est d’autant plus poignant que le libre-arbitre nous interpelle (malheureux !). Que l’animal nous supplie beaucoup. Que les hommes idéalisent les femmes ( à cause sexe irrévélé des anges). que la Révolution compte ou ne compte pas ses morts chéris et ses morts haïs. Que la féodalité noire et blanche tente d’exprimer ses visions. Que la ville nous perd ; que le rêve nous sauve ; que la folie nous hante ; que le désir nous torture ; que les pères nous impressionnent ; que les questions des amis font divaguer un bon coup ; que les lettres écrites au stylo existent presque encore. 

 

Merci à elles dont j'ai hanté l'appartement. L'une "fait médecine" et l'autre fait l'Europe. Leur lieu sent leur présence. J'ai tenté de ne pas laisser de traces. 

mardi, 05 mai 2009

TIEMPO

Tiempo

Por Antonio Zamora

Un fresco murmullo efervescente cubrió la arena hasta besar su mano. El roce líquido en la soleada piel desnuda provocó un leve estremecimiento del arrodillado cuerpo infantil, cuyo brazo extendido ofrecía a la luz azul un puño cerrado que destilaba gotitas de arena y agua para acumularlas en lo más alto de una montaña fantástica alzada hacia el cielo como una torre gótica. Al fondo, más allá del cuerpo estremecido y de la torre y del puño alzado, un limpio horizonte de mar y cielo brillaba poderoso y profundo como una promesa, un misterio, una aventura.

Mira ahora esa imagen en papel del niño que fue. Le resulta ajeno. La repetición, imperceptible al principio, ha sido devastadora. Puede sentir cómo actúa ahora mismo, cómo ahoga luces y apaga contrastes, cómo crispa su puño y empequeñece montañas, cómo acelera los días y encierra horizontes. Tantos ayeres que son como hoy, tantos amores que no son ninguno, tantos esfuerzos que ahora son vanos. Atrapado en un tiovivo que gira y gira y gira, no encuentra la salida, no busca la salida, no piensa si hay salida. Y sólo el vértigo anticipa un final.

Al final... un sordo murmullo de sombras  se arrastrará por la arena y morirá deshecho a sus pies. Sus ojos cansados se elevarán muy despacio y creerán vislumbrar, más allá de su propio desgaste, del oleaje gris y de la bruma invernal, el horizonte perdido. Tratarán entonces de encontrarlo, de ser al fin capaces de reconocer, atravesando el vacío vertiginoso de la repetición, al niño eterno del luminoso puño en alto para nunca más dejar de sonreírle. Pero es probable que no encuentren más que bruma y oleaje.

Antonio Zamora

mercredi, 25 mars 2009

La canción del zorro y el cuervo

La canción del zorro y el cuervo

 

Antonio Zamora

 

J¨-Edith.JPGphot KPM pour VillaBar

 

 

Zorro viejo huele rosa

delicada, dulce, tierna.

Zorro viejo huele rosa

y la busca y la desea.

 

Cuervo joven tiene rosa

en su rama solitaria.

Cuervo joven tiene rosa

en su pico y en su alma.

 

“Joven cuervo, ¡eres tan bello,

tan perfecto, tan sensible...!

¿No podrías cantarme aquello

que tus dulces ojos dicen?”

 

Cuervo joven se emociona,

va a iniciar ya su graznido.

Cae la rosa de su boca,

cae la rosa en un suspiro.

 

Una espina en el hocico

del zorro viene a clavarse.

Un aullido dolorido,

¡una carrera salvaje!

 

Cuervo joven, apenado.

Zorro viejo, escaldado.

La rosa yace en el barro...

y este canto se ha acabado.

 

jeudi, 12 mars 2009

Entrevista con un lenguado

ENTREVISTA Con un lenguado

por Antonio Zamora

scala_pieds_d'enfant.jpgphot Sara

- ¿Cuándo y en qué circunstancias se dio usted cuenta de que era un lenguado?

Fue hace cuatro días. Yo llevaba mucho tiempo convencido de que simplemente era un delfín pequeño y perezoso. Sobre el arenal en el que vivo juegan a todas horas familias enteras de delfines y yo me paso casi todo el tiempo mirando cómo nadan arriba y abajo. A veces me sonríen desde arriba, y yo les devuelvo la sonrisa desde abajo. Hace cuatro días, desperté con un grupo de jóvenes delfines girando graciosamente una y otra vez sobre mi cabeza y por primera vez sentí el impulso de unirme a ellos. No lo pensé y, de un coletazo, me separé de la arena y comencé ascender con gran excitación. Llegué a su altura y, exultante, seguí subiendo. De repente desaparecieron, ya no podía verlos. Casi al mismo tiempo, advertí que tampoco veía la arena, mi casa. El pánico me paralizó. No sé cuánto tiempo pasé así, pero pensé que me moría. Hasta que, cuando ya lo daba todo por perdido, descubrí que los delfines volvían a estar sobre mi cabeza y, unos segundos después, sentí que mi cuerpo volvía a apoyarse en la arena. Así es cómo supe que soy un lenguado.

- ¿Qué sentimientos le atraviesan cuando usted ve a un humano pasando con botellas y aletas?


Siento una gran compasión. Y un poco de rabia, sobre todo cuando remueven la arena con sus torpes aleteos.

- ¿Podría describirme usted su vida ideal?


Lo que más me gustaría es poder jugar con los delfines. Desde hace cuatro días sé que no puede ser, así que me contento con que la temperatura del agua sea agradable, no haya corriente y el sol ilumine bien los juegos de mis amigos.

- ¿Cuáles son los momentos de su vida favoritos?


Bien lo sabe usted.

- ¿Le gustaría a usted hablar con palabras, como los humanos ?


¡Ah! ¿Ellos también hablan con palabras?

- ¿Qué ha aprendido de los humanos que a veces ve pasar ?


Que siempre hay alguien que está peor que tú.

- ¿Qué le gustaría enseñarles para poder ayudarles?

¿A conformarse con lo que tienen?

- ¿Se parecen los días y las noches en las profundidades del mar?


No se parecen en nada. La noche me da mucho miedo. Todo está oscuro y la paso enterrado en la arena tratando de dormir. Aunque los sonidos son parecidos (el eco de una ola, el golpear seco y sordo de una roca), los de la noche me dan terror. Excepto cuando hay luna llena. Entonces los sonidos y las formas difuminadas y tenuemente plateadas se vuelven un espectáculo tan mágico como el de mis delfines diurnos. Aparecen seres maravillosos que están ocultos a la luz del sol y bailan lentas y misteriosas danzas que yo contemplo inmóvil y extasiado, creyendo adivinar en el espectáculo de esas figuras extramarinas y en las presencias que intuyo más allá el verdadero y sobrecogedor sentido del universo. Y hasta ser un lenguado adquiere su grandeza.

mercredi, 31 décembre 2008

Entrevista con la Lengua

L'Art, la toile, le monde...

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Antonio Zamora

Entrevista con la Lengua

 

Doña Lengua, ¿es usted la que habla a través de nosotros o somos nosotros los que hablamos utilizándola?

—¿Es la tabla de surf la que transporta al surfista o es él quien la utiliza para deslizarse sobre la ola?

 

Doña Lengua, parece que la gente que la utiliza no se entiende entre sí. Eso me sugiere una pregunta importante : ¿es usted una única entidad que aparece bajo distintos ropajes llamados idiomas o más bien sucede que hay tantas entidades como idiomas?

—¿Son todas las tablas de surf la misma? ¿Son todas las olas iguales?

 

Si es usted Una, ¿dice las mismas cosas en todos los idiomas que la representan ? Y si hay muchas lenguas distintas y usted sólo es la Lengua Española, ¿puede decirme cómo son sus relaciones con sus colegas?

—Las mismas cosas... ¡Nunca digo “las mismas cosas”! Cada vez que me hablan digo cosas distintas, incluso con las mismas palabras. Un mismo giro de la tabla adquiere un sentido distinto según cómo sea la altura, la velocidad y la inclinación de la ola en la que se desliza, según cómo hayan sido los giros anteriores, según cuál sea la intención del surfista, según qué ojos le contemplen. Nunca digo las mismas cosas. Por eso sé que mis hermanas las otras lenguas (somos hijas de la Vida Humana) no dicen lo mismo que yo. Son tablas distintas. Y, sin embargo...

 

¿En que tipo de bocas prefiere hablar?

—En las que me hacen sentir viva y amada.

 

¿Qué cosas prefiere decir? ¿Hay cosas que odia decir?

—Sufro con la mentira y la manipulación. Cada vez que soy usada para el engaño o el autoengaño, siento que muero un poco. Me gusta deslizarme sobre las olas, no sobre la arena. Me siento viva y amada cuando expreso realidades. No me importa que a veces sean duras y hagan llorar. No me importa que la ola nos derribe, si nuestro esfuerzo para dominarla ha sido honrado. Sirve para aprender. Y para alcanzar la verdad, el conocimiento, el amor. Soy feliz expresándolos. También disfruto mucho con la risa, hasta cuando me hace desaparecer y sólo queda ella, como la pirueta del surfista que abandona voluntariamente su tabla justo antes de ser derribado.

 

¿Te gustaria ser utilizada por los otros animales?

—Sería bonito ser amada y amar a los otros animales, y a menudo fantaseo con ello. Pero soy humana. Ellos deben aspirar a otros amores.

 

—¿Por qué favoreces a los humanos ? ¿Es realmente un favor?

—Nos hemos hecho mutuamente. No es un favor. Me hicieron y les hice. Me hacen y les hago. ¿Por qué favorecen las hojas a los árboles?

 

¿Tienes un papel en la felicidad y la pena de la gente ? ¿O no tienes nada que ver con los dramas humanos?

—La Humanidad me necesita para deslizarse por su ola, pero también puede utilizarme para alejarse de ella y ser desgraciada.

 

Para terminar, doña Lengua, díganos algo importante.

—…

 

Antonio Zamora

samedi, 27 décembre 2008

Sumergidos

Sumergidos

por Antonio Zamora

 

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Cegado por el sol, señala hacia abajo con el pulgar y con la mano izquierda activa el mecanismo de expulsión de aire de su chaleco. La pérdida de volumen sumerge su rostro en el agua templada. La realidad se vuelve densa, ingrávida, un silencio azul traspasado por sordos sonidos a cámara lenta. El primer aire exhalado a través del regulador irrumpe anunciando una nueva forma de vida, amortiguada y rítmica. Su pareja de buceo, frente a él, ha realizado los mismos movimientos. A los dos metros la columna de agua se deja sentir sobre sus tímpanos. Un leve pinzamiento de la nariz y el aire sin salida inunda las trompas de Eustaquio compensando la presión. Repiten la operación varias veces mientras descienden en suave caída libre.

 

A pocos metros del ancla, unos diez de profundidad, los oídos dejan de molestar. Es el momento de lanzar una primera mirada al nuevo mundo en el que se adentran. Sobrevuelan un tupido bosque de posidonias, del que entran y salen multitud de nerviosos pececillos. Más allá, a unos quince metros de distancia, entrevén una enorme piedra junto a la que intuyen ejemplares mayores. Al llegar al ancla, devuelven un poco de aire al chaleco y se dicen que todo va bien formando un círculo con el índice y el pulgar. Antes de iniciar la exploración, se gira unos segundos para contemplar un intenso cielo de plata habitado por burbujas ascendentes que en este momento se cruzan con un oscuro y veloz banco de jureles. Lo señala sonriendo.

 

Avanzan ahora unos metros hacia la gran roca, aleteando muy despacio, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. Algo le hace detenerse. Tira del brazo de su pareja mientras señala un punto muy preciso. Al otro lado de la piedra, en la cara que desciende más allá de lo que les está permitido, perfila inmóvil una enorme figura verdosa a punto de confundirse con el profundo azul del que ha emergido. Es el mayor mero que han visto jamás. Lo admiran reverencialmente quietos, hasta que, con un brusco movimiento, la figura se desvanece. Veinte años antes, cuando devoraba un viejo manual de “escafandrismo autónomo” rescatado por casualidad de entre los libros olvidados de la biblioteca familiar, cuando su conocimiento del fondo marino estaba irremisiblemente ligado a la superficie, esta experiencia le habría parecido un sueño irrealizable.

 

Fue en aquella época cuando conoció a Silvia. Un día de julio, recién terminado su segundo año de Filosofía, acababa de llegar a Florencia para participar en un seminario sobre el pensamiento posmoderno dirigido a universitarios europeos. En un palacete del siglo XVI situado cinco kilómetros al sur de la ciudad, entre un espeso bosque de pinos y un pequeño lago, aislados del mundo, veintitrés alumnos de distintas nacionalidades se disponían a compartir dos semanas de estudio y aventura. Soñaba por entonces con llegar a ser un gran pensador y aquella prometía ser una memorable escala en su lento ascenso a las estrellas. Esa noche era la víspera del comienzo de las clases. Distribuidos en cuatro grandes mesas circulares, cenaban animadamente en compañía de algunos de los profesores, con el inglés como lengua franca. Apenas había tenido ocasión aún ni tan siquiera de fijarse en la mayoría de sus nuevos compañeros. A su lado, un estudiante de Lovaina le enumeraba con entusiasmo una interminable lista de grandes personalidades belgas que el mundo tenía obcecadamente por francesas, y hasta eso resultaba excitante. Entonces alzó la mirada y ya no pudo apartarla. Sus asombrados ojos verdes le cautivaron sin remisión desde la mesa más alejada. No pudo dejar de admirarla hasta que acabó la cena. Más tarde, en el salón de juegos, se armó de valor y la saludó con forzado desparpajo: “¡Hello! ¡I’m Pedro, from Madrid!” “Silvia, de Graná”, contestó ella con una amplia sonrisa que le dejó completamente aturdido. Tardó en reaccionar a su mano extendida. Estudiaba Filología Española y quería ser escritora. Eran los únicos españoles del programa y desde ese momento, hasta el final del verano, fueron inseparables. De día y de noche. En agosto recorrieron juntos las playas de Almería.

 

Mira el pequeño ordenador asido a su muñeca izquierda y comprueba que ya han alcanzado los 25 metros de profundidad, el máximo previsto. Un vistazo al manómetro que cuelga a su derecha le basta para saber que la presión del aire en la botella es de 110 atmósferas, algo más de la mitad que al comienzo. Todo va bien. Avanzan lentamente, casi sin esfuerzo, a través del denso y silencioso mundo azul. Sólo oyen la rítmica y quebrada salida del aire desde el regulador. La sensación de liviandad es tal que a veces parece que, más que avanzar ellos, son los paisajes los que se suceden ante sus gafas submarinas. Un enorme pulpo sorprendido fuera de su oquedad cambia bruscamente de color cuando pasa a su lado. Poco más allá, una morena acecha amenazante en la negra boca de su cueva. Distraídamente la obliga a retroceder acercando el manómetro a su hocico de bruja. Asciende ahora ligeramente sobre un pasadizo entre dos grandes piedras, hasta que una inesperada depresión deja ante él un extenso valle en el que decenas de salpas platean en busca de alimento entre la vegetación. A la izquierda del valle se alza una pared casi vertical, junto a la que flotan inmóviles, entre majestuosas y fantasmales, algunas familias de mojarras, perfectamente reconocibles por las dos franjas negras que atraviesan los extremos de su aplastada figura grisácea. Los peces más pequeños, los de mayor colorido, juguetean al pie de la pared sobre un fondo salpicado de rojas estrellas de mar y depósitos de conchas y caracolas. Se lanza sin pensarlo sobre el valle, desplazando vida en todas direcciones. Vuelve a girarse para mirar al cielo de plata y suspendido entre columnas de burbujas se deja arrastrar por el torbellino de formas y luces, por la embriagadora sensación de levedad.

 

De pronto, cae en la cuenta de que hace un rato que ha perdido de vista a su pareja de buceo. Busca alrededor hasta que unas burbujas lejanas le sugieren su presencia. Aletea hacia allí.

 

Meses después dejó atrás a Sivia. Sin saber muy bien cómo o por qué. Quizás porque vivía demasiado lejos, o porque eran demasiado jóvenes. Y la vida era generosa con él. Cada día había una nueva experiencia que vivir, nuevos amigos que conocer, nuevas mujeres de las que enamorarse, nuevas playas que recorrer. Era fácil. Otros destinos, próximos o lejanos, fueron arrinconando el recuerdo de Florencia y Almería. Nuevas asociaciones fueron acumulándose en su memoria: Rosa y Marruecos; Jorge, Ramón, Clara y los Andes; Alice y las playas de Huelva; Katherina y ese curso en Berlín; su mochila, Australia y aquella muchacha... ¿Cómo se llamaba? En algún momento acabó sus estudios y empezó a trabajar como profesor ayudante en la universidad, mientras preparaba su tesis sobre Heidegger. Tenía menos tiempo, pero también más dinero para viajar. Poco a poco había ido olvidando sus ilusiones de grandeza filosófica y se contentó con la plaza de profesor titular que acabó obteniendo en una universidad madrileña de segunda fila. Eso fue hace cinco años. Lo celebró regalándose un viaje a México con Alejandro, Eva y Luisa, una nueva asociación. Luisa. Aún no sabe qué es lo que falló esta vez. Se entendían muy bien y está seguro de que ella le quería. Sólo recuerda que en algún momento del viaje la contempló en silencio y supo con tristeza que la abandonaría al llegar a Madrid.

 

Se aproxima aliviado a la figura negra de la que proceden las burbujas. Pero no, no, se ha equivocado... Las aletas que busca son amarillas. Empieza a bucear en círculos, cada vez más inquieto. No entiende cómo ha podido despistarse así. Ahora ni siquiera reconoce el fondo. Sólo ve arena, azul y nada más. No sabe dónde buscarla. Trata de regresar al punto en el que dejaron de verse. Siente que los minutos se aceleran fatalmente cuando comprueba que ya lleva cincuenta de inmersión. Y un nuevo sobresalto: la presión del aire en su botella es de sólo cuarenta atmósferas. Está en la reserva. Solo. Queda muy poco tiempo. ¡Y ahora pita el ordenador! Lo que faltaba, tiene que empezar a ascender si no quiere entrar en descompresión.

 

Hace un año todo cambió. Maite era alumna suya de primer curso. Siempre se sentaba delante en la clase de Filosofía de la Ciencia. Su figura menuda, bien proporcionada y de una belleza morena extrañamente exótica, le observaba con una mezcla de avidez y sumisión que le desconcertaba. La misma sumisión que leyó en sus ojos cuando una tarde de otoño acudió a su despacho con el pretexto de consultar bibliografía. Fue tan fácil... Ella abandonó a su novio y durante algún tiempo la disfrutó cuantas noches quiso. Hasta que empezó a cansarse de aquella entrega incondicional. Una noche, después de cenar algo, tomaban una copa en el Honky Tonk y, entre sorbo y sorbo, él la besaba mecánicamente. Aprovechó un momento en que ella fue al servicio para intercambiar sonrisas con una rubia que lucía una escueta minifalda en una mesa próxima. A su acompañante no parecía importarle. Cuando Maite volvió, la rubia y él charlaban con evidente complicidad. La chica de la minifalda animó a su amigo a entretener a Maite mientras le invitaba a él a tomar un tequila. Dudó unos segundos, mirando el rostro desconcertado y como a punto de llorar de su alumna. Por fin se dejó llevar como un pelele a la barra, sintiendo que ya no le quedaban límites por traspasar. Poco después, el acompañante de la rubia se acercó a ellos para decirle que su amiga se acababa de ir. Siguió paralizado. No volvió a verla nunca más. Su única respuesta, días después, fue un mensaje de móvil: “Nadie me había hecho tanto daño. Espero no saber nunca más de ti.” Sintió el abismo.

 

Cuando más desesperado está, siente un tirón en su aleta derecha. Se vuelve y de la alegría casi pierde el regulador. ¡Por fin las aletas amarillas! Se hacen gestos de que hay que volver cuanto antes al punto de partida. Tras largos minutos, con tan sólo veinte atmósferas en las botellas, encuentran el ancla. Inician lentamente el ascenso (la ascesis, se le ocurre pensar). Han traspasado la curva de seguridad y el ordenador indica que tienen que parar durante cinco minutos a diez metros de profundidad. Esperan con calma, dejando tiempo para que el nitrógeno concentrado en sus tejidos pueda ir abandonándolos lentamente sin formar burbujas letales. La sombra de la zodiac se recorta con nitidez en la brillante superficie del agua. Pueden volver a ascender, pero aún deben detenerse tres minutos más a cuatro metros. El ancla es apenas un diminuto punto allá abajo. Por fin, ya casi sin aire, pueden emerger.

 

Hace unas horas, la persiana a medio cerrar dejaba entrar en la habitación los primeros rayos de la mañana y por unos instantes no hubo nada más que rumor de mar y luz. Cuando el universo se recompuso, comprendió que hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien. Recordó que habían llegado ayer de Madrid, una rápida escapada al apartamento de la playa en busca de horizonte. Salió al balcón y agradeció una vez más la familiar placidez con la que se mostraba la vieja bahía de Mazarrón, iluminada desde las montañas de levante con suaves reflejos de melocotón. Agradeció, sobre todo, que ella hubiera vuelto a su vida para devolverle la ilusión, para salvarle. Sería un buen día de buceo.

 

Sale a la superficie y la mira. Se ha quitado ya las gafas y sus ojos verdes le sonríen. Esos ojos, esa sonrisa, siguen teniendo la facultad de aturdirle. Se quedan así, sonriéndose, mientras el mar los mece suavemente.

 

 

Antonio Zamora

vendredi, 21 novembre 2008

Noche de modas

Un très vieux magnat de la chaussure épouse une jeune mannequin. Mais la nuit de noce un crime atroce est commis...
Un texte espagnol du banquier océanique Antonio Zamora.

Noche de Modas

Antonio zamorA

La asesinó la misma noche en que se casó con ella. A las tres y cuarto de la madrugada del domingo, Estanislao Margüenda, el conocido magnate de la lencería fina, llamó a la policía para confesar su crimen. Diez minutos después lo encontraban sentado en el suelo del porche de su casa, “medio desnudo, con la cabeza apoyada en la pared, la mirada perdida y los brazos colgando”, según el testimonio de una vecina que acudió al oír la sirena del coche-patrulla. Un portavoz policial declaró que los agentes hallaron el cadáver de Liliana Mayo, la top model de 25 años con la que el empresario había contraído matrimonio unas horas antes, desnudo a los pies del enorme y doselado lecho nupcial. Al parecer, había sido estrangulada con su propio sujetador, que encontraron  enrollado alrededor del largo cuello amoratado. A los agentes les llamó la atención comprobar que apenas había señales de lucha y que ni siquiera la cama estaba deshecha.

Poco podían imaginar tan trágico desenlace —hubo quien se atrevió a bromear con el doble sentido nada más conocer la noticia— los más de quinientos invitados que esa noche habían tenido el privilegio de asistir a la para algunos demasiado ostentosa celebración de la boda, en los salones del más exclusivo hotel de la capital. A los ojos de la mayoría de los presentes no había dudas sobre lo que estaba sucediendo. Uno de los hombres con mayor fortuna e influencia del país —tantas al menos como para, según los menos afectos, hacerlas valer en el mercado matrimonial frente a sus muchos años, sus escasos centímetros y una indisimulable cojera que le acompañaba desde que todos le recordaban— adornaba la cúspide de su brillante carrera empresarial con la adquisición de la más rutilante estrella de las pasarelas, cuyos andares tenían la elegancia de Rita Hayworth y cuya sonrisa rubia evocaba el poder de seducción de la mismísima Marilyn. Pero también hubo, entre aquella variopinta congregación de políticos, actores, hombres de negocios, toreros y modelos, quien se emocionó al ver la mirada embelesada del novio alzándose hacia el rostro de Liliana mientras ejecutaban —otra expresión que en su momento suscitó bromas— el protocolario vals que inauguraba el baile.

No debe ocultarse, sin embargo, que antes había sucedido algo que dejó cierto poso de desconcierto en la concurrencia. No es que el hecho tuviese mayor trascendencia, pero sin duda fue el único momento de toda la celebración en el que se observó una significativa, aunque transitoria, quiebra en el previsible y fluido curso de los acontecimientos.

Fue al llegar la tarta nupcial. La mesa principal, con los novios y los familiares más próximos, se encontraba en el centro del salón, de altísimos techos, al menos un metro y medio por encima del resto de los comensales, en una suerte de pérgola regia a la que se accedía por una escalera alfombrada en rojo. La misma alfombra que atravesaba la enorme estancia hasta perderse en uno de sus extremos. Desde ahí precisamente partió la elevada tarta, iluminada por un cordón de diminutas velas blancas y solemnemente empujada por dos camareros de negro, justo cuando el resto de luces se apagaba casi del todo y la más nupcial de las melodías se adueñaba del espacio. Las primeras palmas se mezclaron de inmediato con expresiones de estupor y risas apenas reprimidas que provenían de las mesas más cercanas a la comitiva. Según avanzaba ésta, su estela de exclamaciones y mofas iba en aumento, de manera que al llegar a la pérgola real un revuelo entre escandalizado e irreverente le había ganado la partida al respetuoso conato de aplauso inicial y hasta a la misma música, que cesó bruscamente. Detenido el escalonado postre frente a la roja escalera, su piso superior quedaba casi a la altura de los anonadados ojos de Estanislao, que no podían dejar de mirar a las dos figuras que lo coronaban, sin darse cuenta de que su brazo derecho sostenía una copa de champán en posición de brindis inminente. Liliana, sus padres, su hermana y hasta la anciana madre del novio imitaron con notable exactitud el pétreo gesto. No era para menos. En lo alto del monumento de crema y nata, allí donde todos esperarían una pulcra e idealizada representación de los contrayentes, se exhibía un fiero dinosaurio verde con sombrero de copa y muletas, guiado mediante una correa por una Barbie rubia de mayor tamaño en uniforme de enfermera. La embarazosa parálisis que se apoderó de toda la pérgola se transmitió con singular eficacia al conjunto de la sala, acallando en buena parte las risas y dejando sólo un reguero de cuchicheos que se propagaba hacia las mesas más alejadas. Un pequeño abismo pareció abrirse en toda la sala. Por fortuna, antes de que las aguas abandonasen definitivamente su ceremonioso y festivo cauce, Estanislao Margüenda, el viejo empresario curtido en mil batallas, supo reaccionar: soltó una gran carcajada, cierto es que algo estridente, que sirvió para mostrar a los aturdidos comensales que aquello no iba a ser más que una broma nupcial sin consecuencias, una simpática ocurrencia de alguien que podía reírse tranquilamente de sí mismo si así le placía. Aplausos y risas se fundieron entonces en un mismo sentimiento colectivo de alivio y la fiesta pudo continuar.

No se les escapó, empero, a aquellos que mejor conocían al viejo empresario un cierto movimiento nervioso, que algunos interpretaron como cansancio o simple vejez, que desde ese episodio afloró en su mirada y que en ella se instaló hasta el final de la celebración, con la excepción de aquellos momentos en que sus ojos se cruzaban con los de la bella Liliana para enternecerse como los de un niño. Dejando a un lado esos instantes de abandono, parecía don Estanislao distraído, como en otra cosa, hasta tal punto que su adorada y viuda madre tuvo que repetirle varias veces algunas frases —el mundo al revés— antes de que él se diera por enterado.  Especialmente sensible se mostraba a las carcajadas. Cuando se producía una algo más alta de lo normal en una mesa próxima, levantaba la cabeza y se quedaba inmóvil con los ojos muy abiertos sin mirar a ninguna parte. También era fácil sorprenderle observando fijamente a alguno de los invitados, sobre todo a sus colaboradores más próximos. Largo rato se pasó estudiando a Salustiano Redondo, su director financiero y hombre de confianza desde sus primeros pasos empresariales más de cuarenta años atrás. Gordo y solterón, siempre había estado ligado a don Estanislao, también en los malos momentos, que los hubo, y de él se decía que estaba casado con su empresa. Sin embargo, se comentaba en las mesas de familiares y amigos que la relación con su jefe y casi confidente había dejado de ser tan estrecha desde que este conociera a Liliana seis meses atrás.

También lanzaba el viejo magnate de la lencería miradas de reojo a las mesas ocupadas por los otros empresarios, sus iguales, los centros de poder del banquete. Constructores, dueños de cadenas de moda, hosteleros, restauradores, todos ellos habían sido cuidadosamente distribuidos por la sala con el exquisito rigor necesario para no herir susceptibilidades, lo que se había logrado mediante un escrupuloso respeto de la jerarquía económica. A más de uno de los presentes se le ocurrió señalar que el valor de los activos representados en cada mesa era inversamente proporcional a la distancia que la separaba de la pérgola nupcial. En el grupo más privilegiado parecía disfrutar de manera especial el siempre sonriente Livio Tarascani, poseedor de un imperio construido sobre la base de la exitosa cadena internacional de zapatos que llevan su nombre. Viéndole reír, conversar, brindar por la salud de los novios, muy pocos habrían podido creer que mucho tiempo antes Estanislao y él habían sido rivales. Pero “los negocios son los negocios”, gustaba de decir el novio, que nunca demostró el más mínimo atisbo de rencor hacia su ahora invitado de honor.

Y es que conviene recordar, como hace el propio Estanislao en su libro de memorias “La forja de un luchador”, que el viejo empresario no siempre fue lencero. Traído al mundo al final de la guerra, hijo único de un humilde zapatero de pueblo y cojo de nacimiento, un destino remendón parecía escrito para él cuando abrió los ojos por primera vez, pero la despierta mente del personaje y su tantas veces contrastado espíritu de superación quisieron otra cosa. Ya antes de la prematura muerte de su padre, el pequeño Estanislao había empezado a revolucionar el humilde negocio familiar, en un conmovedor ejemplo de la virtud que puede extraerse de toda necesidad. Como su cojera provocaba en muy poco tiempo notables destrozos en el zapato del pie bueno, con la consiguiente necesidad de costosas reparaciones periódicas,  el todavía niño ideó una suela reforzada de doble capa que, tras morir su padre y hacerse el adolescente Estanislao con las riendas del negocio, acabaría transformándose en la famosa “suela Margüenda”, secreto del éxito de la cadena de zapaterías que pasearía su apellido por todo el país. En veinte años de trabajo y sacrificios, el modesto hijo de zapatero se convertiría en uno de los empresarios más respetados. Fue entonces cuando, ya en su primera madurez, pareció Estanislao permitirse empezar a disfrutar de la vida, contrayendo matrimonio con Belinda Hermosilla, la joven y bella hija del famoso torero, a la que, como regalo de bodas, obsequió con un crucero de lujo por el Mediterráneo.

Aquellos días de vino y rosas tuvieron un inesperado final. El entonces joven e impulsivo Livio Tarascani, elegante primogénito de una acaudalada y noble familia de origen italiano cuya fortuna se había multiplicado en el sector del automóvil, decidió dedicar todos sus esfuerzos y recursos a introducir la moda italiana en el calzado nacional. En tres años sembró las principales ciudades de tiendas, oponiendo físicamente a cada rótulo de “Zapatos Margüenda” uno mayor y más brillante de “Calzados Tarascani”. No satisfecho con esto, el joven empresario lanzó contra su adversario una agresiva campaña de precios y publicidad que en algunos medios llegó a tacharse de desleal, en especial por aquel eslogan que durante un tiempo lucieron sus vitrinas: “¡Deja ya de cojear! Con Tarascani andarás derecho.” Las finanzas de Estanislao, a pesar de un draconiano plan de austeridad tutelado por Salustiano Redondo, no pudieron soportar el envite y en dos años su situación era casi desesperada. Al final, agobiado por los acreedores y por la repentina enfermedad de su mujer, se vio obligado a malvender la cadena de tiendas a Tarascani. Meses después moría la bella Belinda.

Hay que decir que el comportamiento de Livio Tarascani tras la compra de “Zapatos Margüenda” y, sobre todo, tras la muerte de Belinda Hermosilla fue ejemplar. Llenó de coronas de flores la residencia de los Margüenda, financió grandes esquelas en los principales periódicos y asistió en primera fila y de riguroso luto al funeral y al entierro de la joven fallecida. Pudo verse a los dos empresarios solemne y llorosamente abrazados junto a la tumba, gesto que a todos conmovió, porque mostraba con insuperable elocuencia que los asuntos humanos están muy por encima de los avatares de los negocios.

Con el tiempo, además, don Estanislao pudo recuperarse anímica y económicamente. En entrañable homenaje a su gran amor, empleó el dinero de la venta de “Zapatos Margüenda” en la creación de la ahora mundialmente conocida cadena de tiendas de ropa interior femenina “Belinda”. Eran precisamente los años de la revolución de la lencería, cuando las mujeres abandonaban los usos espartanos de las décadas precedentes y descubrían todo un nuevo universo de fantasía en sus prendas más íntimas. A esa fantasía —y de eso dan fe sus monumentales memorias— se entregó visionariamente en cuerpo y alma don Estanislao que, de nuevo en veinte años, volvió a escalar hasta la cúspide empresarial, vistiendo por dentro a mujeres de medio mundo y convirtiéndose en el Estanislao triunfante de todos conocido.

Esta vez parecía que su éxito era definitivo, sobre todo cuando se supo de su sorprendente relación con la bellísima Liliana, mito erótico casi cuarenta años más joven que él, a la que conoció en una fiesta en casa de Tarascani. Y más definitivo aún, si cabe, cuando se anunció la inminente boda entre ambos, cuyo tristísimo epílogo nadie podía haber imaginado.

Como ni siquiera los más allegados a la pareja podían imaginar la conversación que un día después del trágico desenlace mantuvieron dos de los agentes a cargo de las pruebas del presunto homicidio y que el abogado defensor de un apático Estanislao relataría vehementemente en el juicio ante la estremecida mirada de todo el país. Sostenía uno de los policías en las manos enguantadas, con el ceño arrugado, el precioso sujetador de fino encaje blanco con el que la modelo, Liliana, había sido estrangulada. Tras varios segundos consultó a su compañero:

—Esto… —se detuvo otra vez, con la mirada en la etiqueta y una ceja muy arqueada— ...¿no era una marca de zapatos?

—¿A ver? —se acercó el otro a la prueba—. “Tarascani”... ¡Habría jurado que sí!

 

Antonio Zamora