Noche de modas (vendredi, 21 novembre 2008)
Un très vieux magnat de la chaussure épouse une jeune mannequin. Mais la nuit de noce un crime atroce est commis...
Un texte espagnol du banquier océanique Antonio Zamora.
phot.VillaBar
Noche de Modas
Antonio zamorA
La asesinó la misma noche en que se casó con ella. A las tres y cuarto de la madrugada del domingo, Estanislao Margüenda, el conocido magnate de la lencería fina, llamó a la policía para confesar su crimen. Diez minutos después lo encontraban sentado en el suelo del porche de su casa, “medio desnudo, con la cabeza apoyada en la pared, la mirada perdida y los brazos colgando”, según el testimonio de una vecina que acudió al oír la sirena del coche-patrulla. Un portavoz policial declaró que los agentes hallaron el cadáver de Liliana Mayo, la top model de 25 años con la que el empresario había contraído matrimonio unas horas antes, desnudo a los pies del enorme y doselado lecho nupcial. Al parecer, había sido estrangulada con su propio sujetador, que encontraron enrollado alrededor del largo cuello amoratado. A los agentes les llamó la atención comprobar que apenas había señales de lucha y que ni siquiera la cama estaba deshecha.
Poco podían imaginar tan trágico desenlace —hubo quien se atrevió a bromear con el doble sentido nada más conocer la noticia— los más de quinientos invitados que esa noche habían tenido el privilegio de asistir a la para algunos demasiado ostentosa celebración de la boda, en los salones del más exclusivo hotel de la capital. A los ojos de la mayoría de los presentes no había dudas sobre lo que estaba sucediendo. Uno de los hombres con mayor fortuna e influencia del país —tantas al menos como para, según los menos afectos, hacerlas valer en el mercado matrimonial frente a sus muchos años, sus escasos centímetros y una indisimulable cojera que le acompañaba desde que todos le recordaban— adornaba la cúspide de su brillante carrera empresarial con la adquisición de la más rutilante estrella de las pasarelas, cuyos andares tenían la elegancia de Rita Hayworth y cuya sonrisa rubia evocaba el poder de seducción de la mismísima Marilyn. Pero también hubo, entre aquella variopinta congregación de políticos, actores, hombres de negocios, toreros y modelos, quien se emocionó al ver la mirada embelesada del novio alzándose hacia el rostro de Liliana mientras ejecutaban —otra expresión que en su momento suscitó bromas— el protocolario vals que inauguraba el baile.
No debe ocultarse, sin embargo, que antes había sucedido algo que dejó cierto poso de desconcierto en la concurrencia. No es que el hecho tuviese mayor trascendencia, pero sin duda fue el único momento de toda la celebración en el que se observó una significativa, aunque transitoria, quiebra en el previsible y fluido curso de los acontecimientos.
Fue al llegar la tarta nupcial. La mesa principal, con los novios y los familiares más próximos, se encontraba en el centro del salón, de altísimos techos, al menos un metro y medio por encima del resto de los comensales, en una suerte de pérgola regia a la que se accedía por una escalera alfombrada en rojo. La misma alfombra que atravesaba la enorme estancia hasta perderse en uno de sus extremos. Desde ahí precisamente partió la elevada tarta, iluminada por un cordón de diminutas velas blancas y solemnemente empujada por dos camareros de negro, justo cuando el resto de luces se apagaba casi del todo y la más nupcial de las melodías se adueñaba del espacio. Las primeras palmas se mezclaron de inmediato con expresiones de estupor y risas apenas reprimidas que provenían de las mesas más cercanas a la comitiva. Según avanzaba ésta, su estela de exclamaciones y mofas iba en aumento, de manera que al llegar a la pérgola real un revuelo entre escandalizado e irreverente le había ganado la partida al respetuoso conato de aplauso inicial y hasta a la misma música, que cesó bruscamente. Detenido el escalonado postre frente a la roja escalera, su piso superior quedaba casi a la altura de los anonadados ojos de Estanislao, que no podían dejar de mirar a las dos figuras que lo coronaban, sin darse cuenta de que su brazo derecho sostenía una copa de champán en posición de brindis inminente. Liliana, sus padres, su hermana y hasta la anciana madre del novio imitaron con notable exactitud el pétreo gesto. No era para menos. En lo alto del monumento de crema y nata, allí donde todos esperarían una pulcra e idealizada representación de los contrayentes, se exhibía un fiero dinosaurio verde con sombrero de copa y muletas, guiado mediante una correa por una Barbie rubia de mayor tamaño en uniforme de enfermera. La embarazosa parálisis que se apoderó de toda la pérgola se transmitió con singular eficacia al conjunto de la sala, acallando en buena parte las risas y dejando sólo un reguero de cuchicheos que se propagaba hacia las mesas más alejadas. Un pequeño abismo pareció abrirse en toda la sala. Por fortuna, antes de que las aguas abandonasen definitivamente su ceremonioso y festivo cauce, Estanislao Margüenda, el viejo empresario curtido en mil batallas, supo reaccionar: soltó una gran carcajada, cierto es que algo estridente, que sirvió para mostrar a los aturdidos comensales que aquello no iba a ser más que una broma nupcial sin consecuencias, una simpática ocurrencia de alguien que podía reírse tranquilamente de sí mismo si así le placía. Aplausos y risas se fundieron entonces en un mismo sentimiento colectivo de alivio y la fiesta pudo continuar.
No se les escapó, empero, a aquellos que mejor conocían al viejo empresario un cierto movimiento nervioso, que algunos interpretaron como cansancio o simple vejez, que desde ese episodio afloró en su mirada y que en ella se instaló hasta el final de la celebración, con la excepción de aquellos momentos en que sus ojos se cruzaban con los de la bella Liliana para enternecerse como los de un niño. Dejando a un lado esos instantes de abandono, parecía don Estanislao distraído, como en otra cosa, hasta tal punto que su adorada y viuda madre tuvo que repetirle varias veces algunas frases —el mundo al revés— antes de que él se diera por enterado. Especialmente sensible se mostraba a las carcajadas. Cuando se producía una algo más alta de lo normal en una mesa próxima, levantaba la cabeza y se quedaba inmóvil con los ojos muy abiertos sin mirar a ninguna parte. También era fácil sorprenderle observando fijamente a alguno de los invitados, sobre todo a sus colaboradores más próximos. Largo rato se pasó estudiando a Salustiano Redondo, su director financiero y hombre de confianza desde sus primeros pasos empresariales más de cuarenta años atrás. Gordo y solterón, siempre había estado ligado a don Estanislao, también en los malos momentos, que los hubo, y de él se decía que estaba casado con su empresa. Sin embargo, se comentaba en las mesas de familiares y amigos que la relación con su jefe y casi confidente había dejado de ser tan estrecha desde que este conociera a Liliana seis meses atrás.
También lanzaba el viejo magnate de la lencería miradas de reojo a las mesas ocupadas por los otros empresarios, sus iguales, los centros de poder del banquete. Constructores, dueños de cadenas de moda, hosteleros, restauradores, todos ellos habían sido cuidadosamente distribuidos por la sala con el exquisito rigor necesario para no herir susceptibilidades, lo que se había logrado mediante un escrupuloso respeto de la jerarquía económica. A más de uno de los presentes se le ocurrió señalar que el valor de los activos representados en cada mesa era inversamente proporcional a la distancia que la separaba de la pérgola nupcial. En el grupo más privilegiado parecía disfrutar de manera especial el siempre sonriente Livio Tarascani, poseedor de un imperio construido sobre la base de la exitosa cadena internacional de zapatos que llevan su nombre. Viéndole reír, conversar, brindar por la salud de los novios, muy pocos habrían podido creer que mucho tiempo antes Estanislao y él habían sido rivales. Pero “los negocios son los negocios”, gustaba de decir el novio, que nunca demostró el más mínimo atisbo de rencor hacia su ahora invitado de honor.
Y es que conviene recordar, como hace el propio Estanislao en su libro de memorias “La forja de un luchador”, que el viejo empresario no siempre fue lencero. Traído al mundo al final de la guerra, hijo único de un humilde zapatero de pueblo y cojo de nacimiento, un destino remendón parecía escrito para él cuando abrió los ojos por primera vez, pero la despierta mente del personaje y su tantas veces contrastado espíritu de superación quisieron otra cosa. Ya antes de la prematura muerte de su padre, el pequeño Estanislao había empezado a revolucionar el humilde negocio familiar, en un conmovedor ejemplo de la virtud que puede extraerse de toda necesidad. Como su cojera provocaba en muy poco tiempo notables destrozos en el zapato del pie bueno, con la consiguiente necesidad de costosas reparaciones periódicas, el todavía niño ideó una suela reforzada de doble capa que, tras morir su padre y hacerse el adolescente Estanislao con las riendas del negocio, acabaría transformándose en la famosa “suela Margüenda”, secreto del éxito de la cadena de zapaterías que pasearía su apellido por todo el país. En veinte años de trabajo y sacrificios, el modesto hijo de zapatero se convertiría en uno de los empresarios más respetados. Fue entonces cuando, ya en su primera madurez, pareció Estanislao permitirse empezar a disfrutar de la vida, contrayendo matrimonio con Belinda Hermosilla, la joven y bella hija del famoso torero, a la que, como regalo de bodas, obsequió con un crucero de lujo por el Mediterráneo.
Aquellos días de vino y rosas tuvieron un inesperado final. El entonces joven e impulsivo Livio Tarascani, elegante primogénito de una acaudalada y noble familia de origen italiano cuya fortuna se había multiplicado en el sector del automóvil, decidió dedicar todos sus esfuerzos y recursos a introducir la moda italiana en el calzado nacional. En tres años sembró las principales ciudades de tiendas, oponiendo físicamente a cada rótulo de “Zapatos Margüenda” uno mayor y más brillante de “Calzados Tarascani”. No satisfecho con esto, el joven empresario lanzó contra su adversario una agresiva campaña de precios y publicidad que en algunos medios llegó a tacharse de desleal, en especial por aquel eslogan que durante un tiempo lucieron sus vitrinas: “¡Deja ya de cojear! Con Tarascani andarás derecho.” Las finanzas de Estanislao, a pesar de un draconiano plan de austeridad tutelado por Salustiano Redondo, no pudieron soportar el envite y en dos años su situación era casi desesperada. Al final, agobiado por los acreedores y por la repentina enfermedad de su mujer, se vio obligado a malvender la cadena de tiendas a Tarascani. Meses después moría la bella Belinda.
Hay que decir que el comportamiento de Livio Tarascani tras la compra de “Zapatos Margüenda” y, sobre todo, tras la muerte de Belinda Hermosilla fue ejemplar. Llenó de coronas de flores la residencia de los Margüenda, financió grandes esquelas en los principales periódicos y asistió en primera fila y de riguroso luto al funeral y al entierro de la joven fallecida. Pudo verse a los dos empresarios solemne y llorosamente abrazados junto a la tumba, gesto que a todos conmovió, porque mostraba con insuperable elocuencia que los asuntos humanos están muy por encima de los avatares de los negocios.
Con el tiempo, además, don Estanislao pudo recuperarse anímica y económicamente. En entrañable homenaje a su gran amor, empleó el dinero de la venta de “Zapatos Margüenda” en la creación de la ahora mundialmente conocida cadena de tiendas de ropa interior femenina “Belinda”. Eran precisamente los años de la revolución de la lencería, cuando las mujeres abandonaban los usos espartanos de las décadas precedentes y descubrían todo un nuevo universo de fantasía en sus prendas más íntimas. A esa fantasía —y de eso dan fe sus monumentales memorias— se entregó visionariamente en cuerpo y alma don Estanislao que, de nuevo en veinte años, volvió a escalar hasta la cúspide empresarial, vistiendo por dentro a mujeres de medio mundo y convirtiéndose en el Estanislao triunfante de todos conocido.
Esta vez parecía que su éxito era definitivo, sobre todo cuando se supo de su sorprendente relación con la bellísima Liliana, mito erótico casi cuarenta años más joven que él, a la que conoció en una fiesta en casa de Tarascani. Y más definitivo aún, si cabe, cuando se anunció la inminente boda entre ambos, cuyo tristísimo epílogo nadie podía haber imaginado.
Como ni siquiera los más allegados a la pareja podían imaginar la conversación que un día después del trágico desenlace mantuvieron dos de los agentes a cargo de las pruebas del presunto homicidio y que el abogado defensor de un apático Estanislao relataría vehementemente en el juicio ante la estremecida mirada de todo el país. Sostenía uno de los policías en las manos enguantadas, con el ceño arrugado, el precioso sujetador de fino encaje blanco con el que la modelo, Liliana, había sido estrangulada. Tras varios segundos consultó a su compañero:
—Esto… —se detuvo otra vez, con la mirada en la etiqueta y una ceja muy arqueada— ...¿no era una marca de zapatos?
—¿A ver? —se acercó el otro a la prueba—. “Tarascani”... ¡Habría jurado que sí!
Antonio Zamora
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