Pasión digital (vendredi, 25 juin 2010)

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phot Sara

 

Por Antonio Zamora

 

Algo en él no le perdonaba que la hubiese abandonado. Hacía ya más de dos semanas desde que don José María Peña, vecino de Miranda del Duero, solterón y curtido profesor de Matemáticas en el instituto local, decidiera no volver a encontrarse más con Lucinda, la joven enfermera quince años más joven de la que la primavera anterior creía haberse enamorado.

Entonces, mientras ella le curaba amorosamente aquella inoportuna fístula anal, el maduro profesor había llegado a la conclusión de que no había otra mujer igual. Y tras un mes de asedio y ofrendas de rosas rojas, la chica se había rendido finalmente a sus pretensiones. A una inaugural salida al cine vestido de domingo siguieron varias cenas almibaradas que culminaron en el primero de los encuentros en casa de él. Y estos se acabaron haciendo tan frecuentes e intensos que el profesor no dudó en invitar a su amada a unas cortas vacaciones de verano en Torrevieja.

Hasta que don José María no aguantó más. Sentía que aquella relación le desasosegaba, que le alteraba de manera intolerable sus rutinas. Ya era bastante grave que hubiese empezado a incumplir compromisos hasta entonces sagrados para él, como el paseo matinal de las siete, su siesta de las cuatro y media o el dominó de las seis. Además, Lucinda desordenaba su habitación, le escondía los gemelos, se bebía su vino, reía sin parar. ¡Y toda aquella palabrería sentimental! Pero sobre todo... Sobre todo, resultaba desconcertantemente impúdica en la intimidad.

Y la abandonó. Sin explicaciones. Simplemente dejó de contestar a sus llamadas.

Pero algo en él no podía entenderlo, y mucho menos perdonarle. Era su dedo corazón, el de la mano izquierda. No aceptaba su decisión. Se negaba a renunciar a Lucinda, la única mujer que le había hecho realmente feliz. En su presencia, el dedo sentimental se había sentido renacer. Ella le había permitido conocer la pasión, el juego amoroso, la maravilla de ser deseado. Por primera vez en su vida tenía una misión y un cuerpo en el que cumplirla. Añoraba desesperadamente aquellos encuentros con la alegre muchacha, sus suaves deslizamientos por los tiernos labios, sus incursiones en espiral hasta lo más alto de aquellos generosos senos. Añoraba, sobre todo, la húmeda calidez de su sexo. Se aproximaba siempre muy despacio desde la leve trinchera del ombligo y, una vez en el rizoso bosquecillo, dibujaba un lento círculo de reconocimiento. Entonces se lanzaba alegremente a la exploración de aquellos pliegues, tan salvajes y dóciles a la vez, que recorría primero con marcada curiosidad y a continuación con creciente frenesí. Hasta que acababa emergiendo gloriosamente empapado y exhausto.

Cómo añoraba eso.

Y el dedo se deprimió. Se fue encorvando poco a poco, de forma casi imperceptible. Dejó de responder a su legítimo dueño. Don José María comenzó a advertir la inconveniencia en actos tan cotidianos como rascarse la nariz o como borrar la pizarra en clase. La segunda vez que se le cayó el borrador al suelo, se sonrojó vivamente y tuvo que apoyarse unos segundos en su mesa para no perder el equilibrio. Desde entonces ordenaba limpiar la pizarra al alumno más cercano. El dedo sólo abandonaba su letargo cuando su propietario, ahora tirano, pasaba cerca del hospital. Adivinaba entonces la proximidad de ella y comenzaba a temblar y a dar nerviosos saltitos dentro del bolsillo del pantalón, donde pasaba cada vez más tiempo recluido. Eso desasosegaba muchísimo a don José María, que apresuraba el paso con gesto desencajado. Pero la del dedo era una euforia pasajera, a la que invariablemente seguía un estado depresivo aún más pronunciado que el anterior. Su melancolía era tan extrema que el resto de dedos de la mano empezaba a entristecerse también. Y don José María, avergonzado, empezó a rehuir a sus semejantes y hasta dejó de acudir a la partida de dominó de todas las tardes, temeroso de ser descubierto.

Una mañana, durante el paseo diario, aprovechando un leve resbalón del profesor sobre una hoja otoñal, el dedo deprimido quiso acabar con todo. Se lanzó en picado hacia el suelo, arrastrando al resto del cuerpo en su suicida determinación. Intentó clavarse hasta el fondo, pero la solidez del pavimento se lo impidió con notable dolor para el sobresaltado docente. Maltrecho, se incorporó con dificultad y examinó su mano. Advirtió con los ojos muy abiertos que el dedo kamikaze, dislocado, se obstinaba en señalar no sabía qué punto lateral al que él ni siquiera se atrevió a mirar. Pensó que había que actuar con rapidez, antes de que sus compañeros se contagiasen de su locura de amor y decidiesen abandonar ellos también el orden establecido. Lo aferró con la mano leal y tiró con fuerza de él hasta devolverlo a la rectitud. Según pudo observar, la expeditiva muestra de autoridad hizo comprender a los otros dedos, de pronto más dóciles, las virtudes de la obediencia. Pero muy pronto tuvo que ver también cómo una ira feroz se adueñaba del apéndice sentimental, que crecía y crecía incontenible. A punto de estallar, adquirió un tono azulado que don José María identificó con el de la más descabellada utopía.

Se vio obligado a aprisionarlo de inmediato en una rígida camisa de fuerza, con el propósito de mantenerlo en ella hasta que depusiera su insensata actitud. Ahora, al menos, reflexionaba don José María, su insolencia estaba oculta a las miradas de los demás. Pero no podía evitar sentir, cada vez que contemplaba su mano, que el dedo enamorado se vengaba de él con la más obscena de las burlas.

Antonio Zamora

 

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