Sumergidos (samedi, 27 décembre 2008)

Sumergidos

por Antonio Zamora

 

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Cegado por el sol, señala hacia abajo con el pulgar y con la mano izquierda activa el mecanismo de expulsión de aire de su chaleco. La pérdida de volumen sumerge su rostro en el agua templada. La realidad se vuelve densa, ingrávida, un silencio azul traspasado por sordos sonidos a cámara lenta. El primer aire exhalado a través del regulador irrumpe anunciando una nueva forma de vida, amortiguada y rítmica. Su pareja de buceo, frente a él, ha realizado los mismos movimientos. A los dos metros la columna de agua se deja sentir sobre sus tímpanos. Un leve pinzamiento de la nariz y el aire sin salida inunda las trompas de Eustaquio compensando la presión. Repiten la operación varias veces mientras descienden en suave caída libre.

 

A pocos metros del ancla, unos diez de profundidad, los oídos dejan de molestar. Es el momento de lanzar una primera mirada al nuevo mundo en el que se adentran. Sobrevuelan un tupido bosque de posidonias, del que entran y salen multitud de nerviosos pececillos. Más allá, a unos quince metros de distancia, entrevén una enorme piedra junto a la que intuyen ejemplares mayores. Al llegar al ancla, devuelven un poco de aire al chaleco y se dicen que todo va bien formando un círculo con el índice y el pulgar. Antes de iniciar la exploración, se gira unos segundos para contemplar un intenso cielo de plata habitado por burbujas ascendentes que en este momento se cruzan con un oscuro y veloz banco de jureles. Lo señala sonriendo.

 

Avanzan ahora unos metros hacia la gran roca, aleteando muy despacio, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. Algo le hace detenerse. Tira del brazo de su pareja mientras señala un punto muy preciso. Al otro lado de la piedra, en la cara que desciende más allá de lo que les está permitido, perfila inmóvil una enorme figura verdosa a punto de confundirse con el profundo azul del que ha emergido. Es el mayor mero que han visto jamás. Lo admiran reverencialmente quietos, hasta que, con un brusco movimiento, la figura se desvanece. Veinte años antes, cuando devoraba un viejo manual de “escafandrismo autónomo” rescatado por casualidad de entre los libros olvidados de la biblioteca familiar, cuando su conocimiento del fondo marino estaba irremisiblemente ligado a la superficie, esta experiencia le habría parecido un sueño irrealizable.

 

Fue en aquella época cuando conoció a Silvia. Un día de julio, recién terminado su segundo año de Filosofía, acababa de llegar a Florencia para participar en un seminario sobre el pensamiento posmoderno dirigido a universitarios europeos. En un palacete del siglo XVI situado cinco kilómetros al sur de la ciudad, entre un espeso bosque de pinos y un pequeño lago, aislados del mundo, veintitrés alumnos de distintas nacionalidades se disponían a compartir dos semanas de estudio y aventura. Soñaba por entonces con llegar a ser un gran pensador y aquella prometía ser una memorable escala en su lento ascenso a las estrellas. Esa noche era la víspera del comienzo de las clases. Distribuidos en cuatro grandes mesas circulares, cenaban animadamente en compañía de algunos de los profesores, con el inglés como lengua franca. Apenas había tenido ocasión aún ni tan siquiera de fijarse en la mayoría de sus nuevos compañeros. A su lado, un estudiante de Lovaina le enumeraba con entusiasmo una interminable lista de grandes personalidades belgas que el mundo tenía obcecadamente por francesas, y hasta eso resultaba excitante. Entonces alzó la mirada y ya no pudo apartarla. Sus asombrados ojos verdes le cautivaron sin remisión desde la mesa más alejada. No pudo dejar de admirarla hasta que acabó la cena. Más tarde, en el salón de juegos, se armó de valor y la saludó con forzado desparpajo: “¡Hello! ¡I’m Pedro, from Madrid!” “Silvia, de Graná”, contestó ella con una amplia sonrisa que le dejó completamente aturdido. Tardó en reaccionar a su mano extendida. Estudiaba Filología Española y quería ser escritora. Eran los únicos españoles del programa y desde ese momento, hasta el final del verano, fueron inseparables. De día y de noche. En agosto recorrieron juntos las playas de Almería.

 

Mira el pequeño ordenador asido a su muñeca izquierda y comprueba que ya han alcanzado los 25 metros de profundidad, el máximo previsto. Un vistazo al manómetro que cuelga a su derecha le basta para saber que la presión del aire en la botella es de 110 atmósferas, algo más de la mitad que al comienzo. Todo va bien. Avanzan lentamente, casi sin esfuerzo, a través del denso y silencioso mundo azul. Sólo oyen la rítmica y quebrada salida del aire desde el regulador. La sensación de liviandad es tal que a veces parece que, más que avanzar ellos, son los paisajes los que se suceden ante sus gafas submarinas. Un enorme pulpo sorprendido fuera de su oquedad cambia bruscamente de color cuando pasa a su lado. Poco más allá, una morena acecha amenazante en la negra boca de su cueva. Distraídamente la obliga a retroceder acercando el manómetro a su hocico de bruja. Asciende ahora ligeramente sobre un pasadizo entre dos grandes piedras, hasta que una inesperada depresión deja ante él un extenso valle en el que decenas de salpas platean en busca de alimento entre la vegetación. A la izquierda del valle se alza una pared casi vertical, junto a la que flotan inmóviles, entre majestuosas y fantasmales, algunas familias de mojarras, perfectamente reconocibles por las dos franjas negras que atraviesan los extremos de su aplastada figura grisácea. Los peces más pequeños, los de mayor colorido, juguetean al pie de la pared sobre un fondo salpicado de rojas estrellas de mar y depósitos de conchas y caracolas. Se lanza sin pensarlo sobre el valle, desplazando vida en todas direcciones. Vuelve a girarse para mirar al cielo de plata y suspendido entre columnas de burbujas se deja arrastrar por el torbellino de formas y luces, por la embriagadora sensación de levedad.

 

De pronto, cae en la cuenta de que hace un rato que ha perdido de vista a su pareja de buceo. Busca alrededor hasta que unas burbujas lejanas le sugieren su presencia. Aletea hacia allí.

 

Meses después dejó atrás a Sivia. Sin saber muy bien cómo o por qué. Quizás porque vivía demasiado lejos, o porque eran demasiado jóvenes. Y la vida era generosa con él. Cada día había una nueva experiencia que vivir, nuevos amigos que conocer, nuevas mujeres de las que enamorarse, nuevas playas que recorrer. Era fácil. Otros destinos, próximos o lejanos, fueron arrinconando el recuerdo de Florencia y Almería. Nuevas asociaciones fueron acumulándose en su memoria: Rosa y Marruecos; Jorge, Ramón, Clara y los Andes; Alice y las playas de Huelva; Katherina y ese curso en Berlín; su mochila, Australia y aquella muchacha... ¿Cómo se llamaba? En algún momento acabó sus estudios y empezó a trabajar como profesor ayudante en la universidad, mientras preparaba su tesis sobre Heidegger. Tenía menos tiempo, pero también más dinero para viajar. Poco a poco había ido olvidando sus ilusiones de grandeza filosófica y se contentó con la plaza de profesor titular que acabó obteniendo en una universidad madrileña de segunda fila. Eso fue hace cinco años. Lo celebró regalándose un viaje a México con Alejandro, Eva y Luisa, una nueva asociación. Luisa. Aún no sabe qué es lo que falló esta vez. Se entendían muy bien y está seguro de que ella le quería. Sólo recuerda que en algún momento del viaje la contempló en silencio y supo con tristeza que la abandonaría al llegar a Madrid.

 

Se aproxima aliviado a la figura negra de la que proceden las burbujas. Pero no, no, se ha equivocado... Las aletas que busca son amarillas. Empieza a bucear en círculos, cada vez más inquieto. No entiende cómo ha podido despistarse así. Ahora ni siquiera reconoce el fondo. Sólo ve arena, azul y nada más. No sabe dónde buscarla. Trata de regresar al punto en el que dejaron de verse. Siente que los minutos se aceleran fatalmente cuando comprueba que ya lleva cincuenta de inmersión. Y un nuevo sobresalto: la presión del aire en su botella es de sólo cuarenta atmósferas. Está en la reserva. Solo. Queda muy poco tiempo. ¡Y ahora pita el ordenador! Lo que faltaba, tiene que empezar a ascender si no quiere entrar en descompresión.

 

Hace un año todo cambió. Maite era alumna suya de primer curso. Siempre se sentaba delante en la clase de Filosofía de la Ciencia. Su figura menuda, bien proporcionada y de una belleza morena extrañamente exótica, le observaba con una mezcla de avidez y sumisión que le desconcertaba. La misma sumisión que leyó en sus ojos cuando una tarde de otoño acudió a su despacho con el pretexto de consultar bibliografía. Fue tan fácil... Ella abandonó a su novio y durante algún tiempo la disfrutó cuantas noches quiso. Hasta que empezó a cansarse de aquella entrega incondicional. Una noche, después de cenar algo, tomaban una copa en el Honky Tonk y, entre sorbo y sorbo, él la besaba mecánicamente. Aprovechó un momento en que ella fue al servicio para intercambiar sonrisas con una rubia que lucía una escueta minifalda en una mesa próxima. A su acompañante no parecía importarle. Cuando Maite volvió, la rubia y él charlaban con evidente complicidad. La chica de la minifalda animó a su amigo a entretener a Maite mientras le invitaba a él a tomar un tequila. Dudó unos segundos, mirando el rostro desconcertado y como a punto de llorar de su alumna. Por fin se dejó llevar como un pelele a la barra, sintiendo que ya no le quedaban límites por traspasar. Poco después, el acompañante de la rubia se acercó a ellos para decirle que su amiga se acababa de ir. Siguió paralizado. No volvió a verla nunca más. Su única respuesta, días después, fue un mensaje de móvil: “Nadie me había hecho tanto daño. Espero no saber nunca más de ti.” Sintió el abismo.

 

Cuando más desesperado está, siente un tirón en su aleta derecha. Se vuelve y de la alegría casi pierde el regulador. ¡Por fin las aletas amarillas! Se hacen gestos de que hay que volver cuanto antes al punto de partida. Tras largos minutos, con tan sólo veinte atmósferas en las botellas, encuentran el ancla. Inician lentamente el ascenso (la ascesis, se le ocurre pensar). Han traspasado la curva de seguridad y el ordenador indica que tienen que parar durante cinco minutos a diez metros de profundidad. Esperan con calma, dejando tiempo para que el nitrógeno concentrado en sus tejidos pueda ir abandonándolos lentamente sin formar burbujas letales. La sombra de la zodiac se recorta con nitidez en la brillante superficie del agua. Pueden volver a ascender, pero aún deben detenerse tres minutos más a cuatro metros. El ancla es apenas un diminuto punto allá abajo. Por fin, ya casi sin aire, pueden emerger.

 

Hace unas horas, la persiana a medio cerrar dejaba entrar en la habitación los primeros rayos de la mañana y por unos instantes no hubo nada más que rumor de mar y luz. Cuando el universo se recompuso, comprendió que hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien. Recordó que habían llegado ayer de Madrid, una rápida escapada al apartamento de la playa en busca de horizonte. Salió al balcón y agradeció una vez más la familiar placidez con la que se mostraba la vieja bahía de Mazarrón, iluminada desde las montañas de levante con suaves reflejos de melocotón. Agradeció, sobre todo, que ella hubiera vuelto a su vida para devolverle la ilusión, para salvarle. Sería un buen día de buceo.

 

Sale a la superficie y la mira. Se ha quitado ya las gafas y sus ojos verdes le sonríen. Esos ojos, esa sonrisa, siguen teniendo la facultad de aturdirle. Se quedan así, sonriéndose, mientras el mar los mece suavemente.

 

 

Antonio Zamora

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